ÚLTIMO SERVICIO - Relato de Dane Vera.

El sol se presentaba. No era un día cualquiera: tenía una misión, y quizá sería la última. Mis mejores años habían quedado atrás; a simple vista era un viejo más, pero en mi interior sabía que no era así.

El ambiente era fresco. Me vestí rápido: traje, abrigo y unos zapatos cómodos. Me había costado dormir; siempre me pasaba cuando tenía una fecha importante, y esta lo era.

Abrí el armario y cogí el maletín. Ansiaba un café, pero no quería hacer ruido ni despertar a nadie. Elegante y decidido, salí por la puerta. El frescor se había convertido en frío, y mi corazón, acelerado por los nervios, ayudaba a contrarrestarlo.

Estaba acostumbrado a la presión, pero eso no evitaba la preocupación. Mi tarea, a simple vista, no era complicada: debía entregar el maletín en una ciudad cercana. Pero había demasiada gente deseando hacerse con lo que contenía.

Al cruzar la calle, me detuve disimuladamente. Miré alrededor para asegurarme de que nadie me seguía. El primer paso era llegar a la estación del tren sin que nadie me siguiera ni me reconociese.

Me detuve en una cafetería cercana. La camarera me saludó con familiaridad, pero era la primera vez que iba allí.

Ahora sí me sentía listo. Avancé a paso rápido; mis piernas ya no eran las de antes, pero lo compensaba con mentalidad. Entregaba toda mi fuerza en cada paso, y solo esa pasión por moverme me convertía en alguien más joven.

Al girar otra calle volví a revisar el entorno. Captar intenciones ajenas era casi un reflejo: años de oficio afilan la mirada. Nunca me relajaba. No me habían puesto al mando durante más de veinte años por casualidad.

Al llegar frente a la estación extremé aún más las precauciones. Giraba en cada esquina y me detenía, atento a cualquier rastro de alguien detrás de mí. Ya en el andén, esperaba con ansia la llegada del tren: solo faltaban tres minutos.

No llamaba la atención; al fin y al cabo, solo era un viejo bien vestido con un maletín lleno de dinero. El sonido metálico anunció que ya estaba llegando. Se abrieron las puertas y cogí con fuerza mi maletín: si alguien osaba intentar algo, me arrastraría con él.

Al sentarme, me sentí más tranquilo. El trayecto tardaría una hora, así que podía relajarme hasta llegar allí.

Por las ventanas se extendía un paisaje distante, desconocido, que aun así me despertaba una melancolía extraña. Mi futuro inmediato era claro en mi mente: una puerta de tren abriéndose y yo cruzándola, camino a un intercambio delicado. Entregaría el dinero y, a cambio, recibiría aquello que tanto ansiaba, aquello que llevaba meses persiguiendo y que, de algún modo, daba sentido a todos mis pasos.

Se abrieron las puertas y, como presentía, la ciudad me golpeó de lleno. Caminaba ligero y con la misma fuerza con la que seguía apretando mi mano alrededor del maletín. Ya no quedaba nadie en el andén; salir el último siempre me daba seguridad, me permitía evitar sorpresas y obtener una visión completa de lo que estaba a punto de afrontar.

Quizá esta era mi última misión, y tenía la certeza de que nada iba a interponerse entre el éxito y yo. Mi expediente no tenía lagunas: era impecable, y no iba a ser hoy el día en que eso cambiara.

Volví a sentir el frío. Me miré las manos: viejas, marcadas por los años. Observé mis cuatro dedos y el tramo donde faltaba el otro. Lo había perdido en un trabajo parecido a este: una pelea, una navaja y un final exitoso, aunque la mano nunca volvió a ser la misma.

Aceleré el paso. Quedaban pocos minutos para llegar y, según me acercaba, sentía cómo la tensión crecía en mí: la respiración más acelerada y las piernas más pesadas.

Al llegar justo enfrente del local no vi movimiento. Me quedé escondido en una calle que cruzaba; había una furgoneta blanca aparcada que me permitía quedarme allí disimuladamente. Miré todas las ventanas, todos los coches y a la gente que había alrededor. A primera vista, nada resultaba sospechoso.

Pero si algo había aprendido en mi trabajo era que los problemas surgían de repente y de donde menos los esperabas.

Un coche de policía se acercaba y me giré para que no me viesen. Eran compañeros, pero estos trabajos estaban por encima de ellos y no quería problemas. Volví de nuevo hacia el local: seguía demasiado tranquilo.

Tenía la opción de acercarme yo. Mientras lo meditaba, vi otra vez el coche de policía, que había dado la vuelta; los agentes me miraban fijamente desde dentro. Los observé de nuevo. Pero vi que tenían la intención de detenerse. No estaban tan cerca, así que salí corriendo.

Mi velocidad no era mucha, así que la meta era recorrer algunas calles y alejarlos. Me giré y vi que venían corriendo. Tenía que despistarlos rápido o sería una presa fácil.

Vi cerca un centro comercial y pensé que era mi oportunidad. Entré rápidamente; ahora el miedo era doble: la policía persiguiéndome, y yo sin la energía ni los reflejos para mantener a salvo mi maletín.

Subí las escaleras mecánicas y, ya arriba, vi a los agentes señalándome y ordenándome detenerme mientras subían a toda prisa. Entré en la primera tienda que encontré. Era de ropa. Cogí una camisa y me dirigí rápido a los probadores, sin volver la vista. Me metí en el último y cerré la cortina. Me senté en el banco, rezando para que hubieran visto mi entrada.

No entendía qué había pasado ni qué podía haberles llamado la atención. Pensé que quizá ni siquiera eran policías y que todo era un montaje para robarme. Los segundos pasaban lentamente. Pensé que mi misión podría ser un fracaso. Mi último servicio… podría convertirse en el gran fracaso de mi vida: un borrón imperdonable en mi expediente.

Y lo peor de todo: la sensación que tendría de mí mismo, como alguien que había fallado.

Escuché pasos. Ya no había escapatoria. La cortina se abrió de golpe y ahí estaban los dos agentes. Intenté escapar entre ellos, pero no había ninguna posibilidad de conseguirlo. Me cogieron del hombro, me preguntaron si estaba bien y me pidieron que los acompañara. Me sentí extraño: no me detuvieron ni tocaron el maletín.

Salimos del centro comercial y, sin darme tiempo a reaccionar, el coche tomó la carretera y dejamos atrás la ciudad. Yo iba pensando en dónde me llevarían, dudando incluso de si eran policías de verdad. Nada encajaba y yo seguía alerta.

Llegamos a otra ciudad y detuvieron el coche frente a una casa. Me pidieron que saliera. Imaginé que allí me interrogarían y que, por fin, me quitarían el maletín. Llamaron al timbre y abrieron rápidamente: una señora mayor y dos hombres de mediana edad aparecieron en la puerta. Uno de los agentes se quedó hablando con ellos unos minutos y, después, me dejaron allí con esos desconocidos.

Me contaron que eran mi familia y que esa era mi casa. No entendía aquella farsa, pero el agotamiento pesaba más que la desconfianza. Sus miradas tenían algo extraño, un matiz que no supe descifrar. Yo solo quería pensar con claridad, pero las ideas se me escapaban.

El salón olía a algo familiar. Había una fotografía de un hombre que se parecía a mí, aunque más joven. Me dijeron que era yo. Algo dentro de mí se negaba a aceptar aquello, mi experiencia me gritaba que no me fiara.

Me insinuaron que sería mejor que descansara y me acompañaron a una habitación en la planta de arriba. Mientras subía, observé cada rincón de la casa, evaluando rutas de escape, posibles escondites, puntos ciegos. No podía bajar la guardia.

Me dejé caer sobre la cama sin soltar el maletín. No podía permitirme perderlo. Si lo hacía, perdería cualquier dominio sobre lo que estaba pasando. El cansancio me consumía; los ojos se me cerraban sin remedio. Aun así, en mi interior seguía latiendo una certeza inamovible: la misión no había terminado.

El sueño me abrazó completamente y me di permiso para dormir.

Al despertar, sentí la luz filtrándose entre mis ojos.
El sol se presentaba. No era un día cualquiera: tenía una misión, y quizá sería la última.