OLÍA A FRESA MADURA - Relato de Dane Vera

Olía a fresa madura, las luciérnagas dormían esa noche y yo contenía la respiración.
La historia no había empezado ahí; ese era casi el final. El punto de partida había surgido el día anterior.

La vida real me había agotado: me sentía vacío, pese a estar rodeado de todo lo que se suponía importante.

Trataba de escribir. La falta de palabras se alargaba durante meses y había empezado a condicionar mi vida.
Había oído hablar de escritores que se aislaban en alguna cabaña perdida, buscando silencio y algo que los sacara del ruido. Creí que debía hacer algo distinto, que tal vez fuera una buena idea.
No lo medité demasiado: pasé el día reuniendo lo justo. No necesitaba una escapada perfecta, solo salir de ese bloqueo.

Elegí un lugar cercano a una ciudad; me daba cierta seguridad.
Sin apenas preparación, ya estaba casi de camino.
Quería llegar temprano. Me imaginé allí, en medio de la nada, con una taza de café, viendo amanecer.

Llevaba una hora conduciendo y ya me había arrepentido, pero yo no era de los que abandonaban rápido una vez tomaban una decisión.

La noche seguía profunda y la luna parecía más tímida, más apagada de lo habitual.
Los faros del coche iluminaban las ruinas de un pueblo olvidado para siempre; las casas se confundían con gigantes de piedra que me observaban al pasar.

Por fin llegué a la cabaña, más envejecida y triste que en las fotografías. Al abrir la puerta vi que el polvo flotaba, ofreciéndome un baile de bienvenida. Encendí la luz y lo sentí acogedor. No había demasiados objetos, pero cada uno de ellos resultaba significativo.

Miré la hora: las siete y veintitrés. Era el momento de preparar el café.
La cocina era diminuta, apenas un hornillo y una mesa. Encendí la llama y coloqué la cafetera. Al poco, el aroma llenó el espacio. Llené una taza y salí fuera de la cabaña.

Esperaba con ansia que el sol empezara a asomar… pero no lo hacía. Según mis cálculos, ya debería haber aparecido.
La oscuridad palpitaba ante mis ojos. Encendí un cigarrillo; el humo se disipaba rápido, como si el resto del mundo lo absorbiera.
El tiempo pasaba y el paisaje parecía haberse congelado. El frío se sentía más frío y la noche seguía siendo noche.
Tras dos horas sin que nada cambiase, comprendí que algo no iba bien. Intenté encontrar una explicación lógica: un eclipse del que no hubiera oído hablar, o quizá nubes tan densas y un lugar tan cerrado que apenas dejaba pasar la luz. Me mentí a mí mismo para no aceptar la evidencia.
Las bromas conmigo mismo se habían terminado. Ya no pescaba ni tocaba la armónica. Ahora tenía miedo. De ese que no controlas ni del que puedes huir.

Ya había vuelto al interior cuando escuché algo parecido a un silbido, muy cerca de la cabaña.
Mi primer movimiento fue encogerme, quedarme inmóvil, como un insecto al ser descubierto. El silencio posterior resultaba a la vez tranquilizador y perturbador. Intenté seguir a lo mío, culpando al viento o a mi imaginación, pero no lo conseguí del todo.
Me asomé: no había nada.
Aun así, no podía quedarme tranquilo sin salir a echar un vistazo. Cogí prestada una linterna que había allí y, con decisión, abrí la puerta.

Caminé unos metros con pasos sigilosos, aunque la luz me delataba.
Al avanzar, distinguí la silueta de lo que parecía un edificio. Vi que era una torre alta y estrecha, con varias plantas que se perdían en la oscuridad. No había nada más a su alrededor, solo árboles que parecían ofrecerle compañía.
Seguí avanzando, y al llegar hasta ella sentí que, de algún modo, me invitaba a entrar.
Donde algún día hubo una puerta, hoy solo quedaban hojas, las que el bosque le había regalado. No crujían al pisarlas; estaban húmedas, aún conservaban algo de vida.

Vi unas escaleras. No era valiente, ni pretendía serlo. Pero, como en las malas películas, algo me empujó a subir aquellos peldaños.
Lo hice despacio, y al llegar a la primera planta vi un piano antiguo que, en sus mejores días, debió de ser blanco. El tiempo lo había vuelto de un gris sucio, casi negro.
En el suelo había un libro. Sin perder de vista la escalera del piso superior, me agaché para recogerlo. Era una edición antigua de Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas. Me recordó a mi juventud, pero no era momento para sentimentalismos, así que seguí subiendo.
Esta vez ascendí aún más despacio. Tenía la sensación de que iba a encontrar algo que no me gustaría.

Olía a fresa madura, las luciérnagas dormían esa noche y yo contenía la respiración. Solo quedaba un peldaño. La linterna apenas alcanzaba a iluminar media habitación, y temía lo que podría descubrir al desplazar la luz hacia la parte aún oculta.
Antes de mover la linterna noté una respiración entrecortada, como si alguien la contuviera y hubiera llenado de aire denso todo su alrededor.
Instintivamente di un paso atrás. Esta vez era yo quien contenía la respiración. Los pasos y la linterna me anunciaban.
El miedo me hizo mover la luz hacia el origen de aquel sonido.

Y ahí estaba.
Me miraba con una expresión casi cómica, sonriendo como si intentara parecer amable. Pero en sus ojos se adivinaba un brillo enfermizo, mezcla de locura y perversión.
No decía nada. Parecía rondar los cuarenta, con el pelo largo y liso, la piel tan pálida que casi relucía bajo la linterna. Vestía completamente de negro.
Le sostuve la mirada, fingiendo no tener miedo. Por un instante estuve a punto de hablarle, de preguntarle quién era y qué hacía allí. No sé si lo habría hecho por curiosidad o por educación , buscando una reacción humana que me devolviera algo de sentido.
Pero su rostro cambiaba por momentos; la sonrisa se deformaba, y en sus gestos asomaba algo cada vez más trastornado.
Movió las manos, lento, como si disfrutara del efecto que causaba.

Retrocedí otro paso, sin perderlo de vista. Empecé a girarme despacio, intentando colocarme en posición de huida.
No había nada más que pensar ni que esperar. Decidí ser el primero en moverme y eché a correr. Bajé a saltos los dos tramos de escalera y salí por la puerta que ya no era puerta.
Volví por el mismo camino por el que había llegado, en dirección a mi cabaña. Me giré de golpe. Nadie me seguía.
En la puerta de la cabaña volví a mirar atrás. Nada.
Si él se había quedado allí, debería sentir menos miedo, pero no era así.
En aquella casa ya no me sentía seguro. Cogí la mochila principal y subí al coche, aparcado justo al lado.

Salí de la zona, que ahora sí tenía vida.
Seguía mirando cada pocos segundos, por si alguien me seguía. La tensión no se iba del cuerpo; no alcanzaba a comprender lo que había visto, ni lo asimilaba.
Las líneas de la carretera se perdían bajo las ruedas. Estaba a mitad de camino, y todavía no había amanecido.
Reduje la velocidad, convencido de que nadie me seguía. Aun así, el cuerpo seguía cargado de nervios y ansiedad.
Vi un camino que corría en paralelo a la carretera y pensé que sería buena idea detenerme un momento, respirar y calmarme.

Frené y salí. El ambiente era húmedo; sentía el frío deslizarse por todos los rincones de mi cuerpo.
Miré de nuevo al cielo: completamente negro. Las estrellas seguían escondidas, y nada en aquella noche parecía normal. Hacía horas que debería haber amanecido.
Permanecí allí unos minutos, haciéndome preguntas sin respuesta y reprochándome la decisión de haber salido en busca de inspiración.

Al mismo tiempo, algunas de las imágenes y momentos vividos esa noche podrían convertirse en el inicio —o en el desenlace— de una nueva obra.
Quizá la inspiración que buscaba no naciera de la tranquilidad, sino de todo lo contrario: de una noche inclasificable en la que nada tenía sentido.
Tenía imágenes nuevas y reales para empezar a escribir: la conducción nocturna, el pueblo abandonado, la cabaña perdida, la torre solitaria.
Y, sobre todo, esa persona que aún no había conseguido sacar de mi mente.

Era el momento de marcharme. Solo quedaba conducir un poco más y estaría de nuevo en casa. Pero antes necesitaba fumar.
Levanté la barbilla y exhalé el humo hacia el cielo, como si con él pudiera ayudar al día a aparecer.

De repente, noté un golpe en la espalda: caliente, profundo. El pulso se aceleró y, al girarme, lo volví a ver. La misma sonrisa. La misma mirada.
La sangre me resbalaba por la espalda. Era extrañamente reconfortante. Ya no tenía miedo. Ya estaba muerto, aunque aún no del todo.

Él seguía mirándome fijamente, y yo hacía lo mismo. No quise pensar nada más. Le devolví la sonrisa.
Me terminé el cigarrillo mientras me desangraba. Iba a morir.
En el horizonte, el sol empezaba a asomar. Olía a fresa podrida, las luciérnagas seguían durmiendo y yo dejé de respirar.