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EL REGRESO - Relato de Dane Vera

Era medianoche. El hotel que podía permitirme me recibió. Era amigo de los olores más profundos. Las paredes estaban cubiertas con un empapelado de flores grises que, décadas atrás, quizá estuvo de moda. La cama crujía como cuando imaginas una cama crujir. Las cortinas, rojo teatro, pesaban tanto que podrían albergar los ácaros de una ciudad entera. La lámpara de la mesita apenas iluminaba, y el baño mostraba los mismos síntomas de vejez que el resto de la habitación. Era barato, podía dormir, y esa noche, eso era lo único que necesitaba.
El viaje había sido largo. El trabajo me obligaba a pasar semanas lejos de casa. A veces, al volver, me sentía un extraño, como si mi familia hubiese desaparecido. Pero, con el tiempo, todo volvía a la normalidad.
Estaba a ochocientos kilómetros de casa. Echaba de menos a mi mujer, y también a mí mismo. Me había convertido en alguien con un aura triste, atrapado en una vida que me empujaba a no vivirla.
Al despertar, la habitación gritaba. La poca luz nocturna la maquillaba y le regalaba el adjetivo de cálida. La luz del día, en cambio, delataba la verdad: no existía maquillaje ni filtro que disimulara el abandono del lugar.
Me notaba tenso. Al fijarme en mis manos vi un temblor leve, casi imperceptible. También me acompañaba un dolor de cabeza que sentía muy profundo. No quise detenerme en ello.
Era hora de salir. Bajé las escaleras y crucé la recepción, ofreciéndole un “buenos días” al recepcionista. Su respuesta fue un movimiento automático de cabeza, que pareció exigirle un esfuerzo. Le entregué las llaves y repetí su gesto antes de salir.
Busqué un lugar por la zona para tomar un café. Al encontrarlo, me atendió un camarero que sí era amable. El café, sin azúcar, tenía una capa espesa de crema. Salí directo hacia el coche. Arrancó a la tercera; también era del mismo año que la habitación.
Solo me quedaban unos cientos de kilómetros por delante. Las nubes habían pasado de asomarse a cubrir todo el cielo; algunas se habían oscurecido, y las gotas sobre el cristal del coche delataban su contenido.
No me gustaba la idea de conducir bajo la lluvia. Mi mirada se alargó hacia el horizonte, buscando la ausencia de oscuridad, pero no encontré lo que buscaba.
Lo que sí encontré fue una carretera llena de ira. Había mucho tráfico: unos tenían prisa, otros molestaban a propósito, algunos hacían sonar el claxon sin parar. Los peores defectos de la sociedad se mostraban sin vergüenza ni cordura.
Mis compañeros de trayecto me adelantaban uno tras otro. Intentaba fijarme en quién conducía y, en ese segundo, me formaba una opinión. Envidiaba la vida de todos sin conocerles, pero conocía la mía: hecha de mediocridad y angustia.
Ya estaba a mitad de camino. La lluvia caía con más fuerza y ya no podía distinguir quién iba dentro de los otros vehículos. El temblor de mis manos había aumentado, igual que mi respiración. Necesitaba gasolina; además, detenerme unos minutos parecía una buena idea. Me salí por una de las salidas de la vía.
Mientras llenaba el depósito, compré un sándwich y un refresco en la tienda. Lo comí de pie, mirando cómo la lluvia golpeaba el techo de la estación. Todo sabía igual: a plástico y desidia.
Caminé hacia el coche sin prisa. Arranqué de nuevo, esta vez a la primera. Volvía a estar en marcha.
La carretera era la misma, pero esta vez la furia estaba contenida. Los recuerdos del pasado se agolpaban, todos borrosos; tanto tiempo fuera casi había conseguido que olvidara mi vida anterior.
Ya estaba cerca, la noche se había adelantado por culpa de la tormenta. Llevaba demasiado tiempo en tensión; conducir en esas condiciones me había pasado factura. El cansancio me obligaba a acelerar. Quería llegar cuanto antes.
Las luces de la ciudad empezaban a verse a lo lejos, y la niebla la envolvía en un resplandor difuso. Algo me obligó a frenar de golpe. Sentí un pinchazo en la cabeza y, por un momento, todo giró. Estaba confuso, perdido. Esta vez me temblaba todo el cuerpo y me costaba respirar
Salí del coche buscando aire. Tras unos minutos, empecé a sentirme mejor. Busqué el hotel más cercano; quería descansar. Al día siguiente me esperaba un largo viaje hasta llegar a casa.
Pasaba demasiado tiempo fuera por culpa del trabajo, y cada vez que me iba sentía que tardaba más en volver. Echaba de menos a mi mujer… y empezaba a cansarme de mí mismo.
Tanto viaje me estaba pasando factura, así que me asomé a la ventana. El suelo, todavía mojado, reflejaba unas nubes ya secas que iniciaban su huida, mientras la poca gente que quedaba en la calle continuaba su vida sin reparar en mí.
Una parte de mí envidió a todas esas personas, dando por hecho que todas tenían la vida que deseaban vivir.
Me desperté con prisa; quería llegar cuanto antes. Tanto tiempo lejos de casa, y saber que estaba cerca, me provocaba una ansiedad difícil de disimular.
Salí del hotel en busca del coche. La ciudad aún estaba ojerosa; las luces amarillas le daban un aire de postal cansada. Las primeras personas en arrancar el día se movían como sombras.
En el horizonte se adivinaba el sol, aunque todavía no había mostrado su primer rayo.
Necesitaba un café. En una cafetería cercana, donde debí de ser el primer cliente, un camarero me sirvió en silencio. Me preguntó si trabajaba por allí. Le respondí que no, que solo estaba de paso, camino de casa.
Aún tenía la sensación de no haber descansado nada. Incluso dudé un momento de cuántos kilómetros había hecho el día anterior. Algo no terminaba de encajar, pero no supe qué.
Cuando quiso saber hacia dónde me dirigía, dudé. Tardé unos segundos en recordar la cifra: a ochocientos kilómetros de casa. Él sonrió y dijo que poco a poco llegaría.
Me fui sin más e inicié el camino. El sol, ya despierto, parecía un buen compañero de viaje. Resultaba reconfortante; esa seguridad me recordaba a algún tiempo lejano. Pisé el acelerador, con la intención de ganar tiempo.
Disfrutaba las vistas, y el viaje se sentía placentero. La calma atraía los recuerdos; ellos trataban de explicarme quién era yo. Me veía como alguien en movimiento. Cuando un lugar llegaba a mi mente, la imagen era acristalada, borrosa, como si la memoria no pudiera atravesarla.
Estaba a mitad de camino cuando noté un ligero temblor en mi mano derecha. Me preocupé e intenté respirar hondo para relajarme, pero no conseguía reducirlo. Lo único que disminuía era la distancia. Empecé a sentir pequeños pinchazos en la cabeza y, sin darme cuenta, prestaba más atención a esos síntomas que al trayecto.
Estaba a menos de cien kilómetros cuando noté que el coche temblaba. Me asusté. Tardé unos segundos en darme cuenta de que el coche estaba bien. Quien temblaba compulsivamente era yo. Pensé que sería el cansancio, o tal vez el desgaste de tantas horas al volante. Decidí seguir hasta la siguiente salida.
Entonces sentí un dolor intenso, como una descarga en la cabeza.
Me mareé y me noté algo desorientado. La vida intentaba decirme algo, pero no lo entendía. Llevaba demasiado tiempo lejos de casa. El trabajo, los viajes, las noches sin dormir… todo me pesaba.
Pensé que al volver todo cambiaría, que regresar a mi hogar sería suficiente. Pese a estar tan cerca, me vi incapaz de seguir conduciendo. Decidí reclinar el asiento y tumbarme un poco.
Miraba el techo e imaginaba las estrellas; la sensación resultaba familiar. Solo quería cerrar los ojos unos minutos.
Todo estaba a oscuras. La cama me resultaba desconocida, alargué el brazo buscando algo que me diera luz, y mis dedos tocaron una mesita junto a la cama.
Estaba en una habitación de hotel. Por su aspecto, supe que era de los baratos.
Me acerqué a la ventana. El cielo, rojizo y nublado, no dejaba saber si era temprano o tarde. Sentía algo extraño, como si no me reconociera a mí mismo.
Nada del paisaje me resultaba familiar. Ni siquiera sabía cómo había llegado hasta allí. Tal vez conduje sin pensar, o alguien me ayudó.
Los pensamientos dañinos volvieron a mí. Estaba harto de mi trabajo y de la rutina, pero ahora era distinto. Iba a cambiar, a dejarlo todo atrás. Lo había decidido. Lo único que quería era recuperar mi vida.
Al salir del hotel me esperaba un largo viaje. La euforia se había apoderado de mí. Quedaban horas para que mi vida volviese a la normalidad. Me sentía nervioso y un ligero temblor recorría mis manos. Aun así, era hora de salir.
Subí al coche y miré a mi alrededor; no tenía claro cuál era la dirección correcta, pero algo me susurraba que cualquiera servía.
Aún me quedaban ochocientos kilómetros para llegar.