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EL DESTINO DISFRAZADO - Relato de Dane Vera

El sudor lo impregnaba todo. El silencio se abría paso entre el ruido y yo suspiraba con ansia. Aún quedaba un día para llegar a ese momento.
Me desperté. Mi nombre ya no importaba, y mi edad era la suficiente como para que mi mente y mi cuerpo ya no funcionasen al mismo compás. Mis días eran todos iguales.
En algún momento que ya no logro recordar, la vida se escapó de mí. Las malas decisiones y los peores actos me habían llevado al punto en el que me encontraba ahora mismo. Ya no había solución.
Cuando llevas tanto tiempo acostumbrado a vivir sin nombre, dejas de ser tú. Te conviertes en alguien que duerme, se levanta, come y vuelve a dormir.
Desperté antes de tiempo. El sueño otra vez se reía de mí. Los pensamientos cruzados me expulsaban de la cama. Me sentía apático, sin ilusión; ni siquiera era capaz de vestirme. Se acercaba la hora del desayuno y, pese a no tener hambre, decidí comer algo.
Ahí estaba: un poco de pan, huevos revueltos y un café aguado, del que la crema se había fugado en algún momento. Pero era mío, y ya estaba acostumbrado a él.
Mío también era mi pasado. Últimamente recordaba mucho a mi familia: mis padres habían fallecido y ni siquiera estuve con ellos en sus últimos momentos. Eso me convertía en un mal hijo, y así seguiría siendo durante toda la eternidad.
Me preguntaba constantemente cuáles habrían sido sus últimos pensamientos, y si yo estaría en ellos. Tampoco asistí a sus entierros.
Desde donde mi mente alcanzaba a recordar, siempre fui querido a pesar de todo. Me cuidaron y me educaron, aunque nunca llegaron a sentirse orgullosos de mí. Es algo que me había ganado a pulso.
Mi padre solo tenía una mirada para mí: la de la decepción. Intentaba disimularlo, pero no era una virtud que poseyera.
Una virtud que sí tenía era la claridad de palabra. En una ocasión me dijo que lo mejor que podía hacer era marcharme muy lejos y hacerles creer que había muerto. Antes me enfadaba; hoy entiendo por qué lo decía.
Protegía a mi madre. Pensaba que un gran disgusto era soportable, pero que un disgusto tras otro, como los que les hacía pasar, iba mermando su salud.
Pese al dolor, yo lo perdoné. No sé si él hizo lo mismo conmigo.
Mi madre tenía una mirada distinta para mí: pena. El dolor de ver cómo su único hijo iba camino de tener una vida sin vida. El tiempo le dio la razón. Quizá ella ya sabía mi futuro mucho antes de que incluso yo lo comprobara.
Los recuerdos me dieron una tregua. Pensé en volver a dormir un poco y recuperar el sueño perdido, pero tenía otra opción.
Me acerqué a mi pequeña biblioteca, donde guardaba un libro a punto de terminar: El mundo, de Juan José Millás. Me resultaba precioso; me traía infinidad de recuerdos, pese a no tener nada que ver con el protagonista.
Pensaba que lo mejor de ese libro era que conseguía hacerte sentir identificado de una u otra manera, y lograr algo que pocas veces había experimentado: recordar el pasado pensando en el futuro.
Me quedaban unas pocas páginas, pero preferí dormir. Quizá luego volvería a él.
Volví a despertar, esta vez confuso. Había regalado mi tiempo, lo cual no era ninguna novedad en alguien que había desperdiciado media vida. Llegó la comida a domicilio: un plato de pasta con carne aburrida.
La comida era mi medicina. Me proporcionaba un rato de calma. Me gustaba el silencio: podía escuchar incluso a mi estómago fabricando la digestión.
Volvían los recuerdos. Mi abuela, con su ojo de cristal, dándome dinero a escondidas de mi abuelo, que —pese al amor— creía que había que ahorrar hasta llegar a la tumba.
De pronto sí sentía la lucidez suficiente para terminar el libro. Avancé por las últimas páginas, sintiéndolas como si fueran lo último que leería. Me fijaba en las palabras, haciéndolas mías; incluso pensaba que podría haberlas escrito yo.
En esas últimas líneas derramé alguna lágrima, que corría hacia los laterales de la boca, por donde se curvaba una sonrisa. No era la primera vez que lo leía: era mi libro arcoíris. Lo mismo que provoca el sol en la lluvia, lo hacía Millás en este libro: la sonrisa y la pena.
El día estaba oscureciendo; era mi hora sin reloj. Volví a pensar en mi familia. No tenía hijos, y ya no tenía posibilidad de tenerlos. Tampoco tenía hermanos.
Así que yo rompía mi familia. Qué final tan lamentable para un apellido: terminar con alguien como yo.
Sabía que nadie pensaba en mí, que llevaba años muerto aunque respirara, y que llevaba años vivo sin aire.
Seguía nervioso. Creí que sería buena idea hacer algo de deporte para relajarme, pero al empezar unas flexiones me di cuenta de que no era el momento.
Me apetecía cenar algo especial: me conformé con un trozo de carne y patatas hervidas; era una cena recurrente e insípida. La hora de las comidas era lo más parecido a una vida normal.
La luz del techo iluminaba a un hombre sin rostro, sin nombre y sin futuro.
Alguien a quien solo le quedaba su pasado, y que, cada vez que viajaba a él, intentaba cambiarlo.
En cada visita lograba alguna mejora. En los mejores días conseguía cuidar a mis padres, hacer que se sintieran orgullosos, enamorarme, tener hijos, estudiar, trabajar e incluso abrir mi propio negocio: una tienda de sueños, donde yo era el único comprador, y los iba visualizando uno a uno.
Dormir era una tarea difícil; la ansiedad no descansaba y los sueños parecían tener miedo de soñar. Al día siguiente me aguardaba una jornada dura, llena de compromisos. Así transcurrió la noche: mirando la hora sin reloj, esperando a la nada.
La luz del exterior me avisaba de un nuevo día.
Me desperté temprano, como de costumbre. Esta vez rechacé los huevos y el pan; solo dije sí a mi triste café.
Hoy no era un día normal. Tenía visita.
Tuve la oportunidad de darme una ducha: el agua caliente sobre mi cuerpo era lo más cercano a estar vivo.
Tenía ropa limpia y doblada. Me vestí con lentitud; era la primera vez en mucho tiempo que la ropa olía bien.
Volví a mi pequeña biblioteca, buscando las últimas páginas de un libro que había disfrutado mucho: El húsar, de Arturo Pérez-Reverte.
Sentía una simbiosis con el protagonista; creía tener mucho en común con él, aunque en realidad no era así.
La soledad, con el tiempo, distorsiona la realidad y condiciona lo que crees.
Lo único cierto y real era que pronto iniciaría un viaje.
Había pedido comida a domicilio; esta vez me merecía un lujo: una pizza, un refresco de cola y un café que no era el mío, pero tenía crema.
Y sí, era mejor.
Me tumbé para relajarme; pronto tendría visita.
Pasadas unas horas, la puerta sonó. Se abrió, y ahí estaba: el destino disfrazado de hombres.
Me pusieron las esposas y me acompañaron por el pasillo de los horrores.
En mí, había calma donde en otros había gritos.
Había aceptado mi destino, y había meditado mucho sobre ese instante.
Aun así, era mucho peor de lo que había imaginado.
Me dejaron solo en una sala, esperando.
Renuncié al capellán; no tenía a nadie a quien llamar.
Solo cerré los ojos y esperé.
Pasado un tiempo, el destino vino de nuevo a por mí y me llevaron a otra sala.
Al entrar, el sudor lo impregnaba todo, el silencio se abría paso entre el ruido, y yo suspiraba con ansia.
Había pasado casi dieciocho años en el corredor de la muerte. Dieciocho años pensando en este momento, temiéndolo y deseándolo a partes iguales. Y ahora, por fin —o desgraciadamente— había llegado el momento.
Me tumbaron en una camilla de hospital.
No iban a curarme.
Me costaba respirar.
Me ajustaron las correas en las piernas, los brazos y el pecho, y me colocaron una vía en cada brazo, por donde entraría lo que iba a matarme.
Uno de los hombres abrió una válvula: el líquido empezaba a avanzar hacia mí.
En ese instante vi a mis padres, a mis abuelos. Me vi a mí, en mi niñez, feliz.
Volví a ver a mis padres, también felices.
Un día se torció todo. Pero hasta entonces… fuimos felices.
Las burbujas evidenciaban el movimiento, y llegaban, llegaban hasta mí.
Durante unos segundos, mi respiración y mi ritmo cardíaco aumentaron.
Me sentía agotado: mi vida ya no era mía, y el calor empezaba a subir por los brazos.
Mi mente se iba alejando de mí, confusa pero consciente de lo que ocurría.
En ese momento supe que el viaje había empezado de verdad.
Empezaba a sentirme cansado; sabía que, si cerraba los ojos, jamás volvería a abrirlos.
Traté de luchar contra lo inevitable, pero a los pocos segundos comprendí que ya era incapaz.
Me rendí.
Sabía que mi corazón iba a detenerse en cualquier instante.
Cerré los ojos, pensé una vez más en mis padres y me ofrecí a la muerte.